Por alguna
razón estaban libres. Eran unos maleantes con varias y demostradas atrocidades
en su prontuario. Y sin embargo estaban libres. Estaban absurdamente libres y buscando
muerte fácil, víctimas no peligrosas. Así, máquinas de odio, llegaron a Casalta
y asesinaron con ferocidad bestial, acribillaron es la palabra justa, a
Guido Méndez Arellano y a su madre. ¿Para robarles qué? Máquinas de odio, decíamos. El mal por el
mal.
Los
profesores de la Escuela de Letras de la UCV han perdido a un estudiante
ejemplar, la Universidad Pedagógica Experimental Libertador a un gran profesor,
los estudiantes a un compañero siempre solidario, muchos más a un amigo, todos
a un buen hombre y a su madre. Con sangre y descomunal vileza se han truncado
unas vidas que hubiéramos querido duraderas. No es mucho pedir, para la vida,
la duración natural. La duración libre, sin la repentina, trágica, innecesaria,
gratuita interrupción.
Durante el
paro nacional de universidades del año pasado, Guido fue uno de los estudiantes
más solidarios con la situación de los profesores de la Escuela de Letras. Quienes
fueron sus compañeros de clase lo recuerdan como un caballero, siempre
sonriente, siempre dispuesto. Quienes fueron sus profesores lo mismo. En las
clases preguntaba, comentaba y, a ratos, como quien siente que acaso está
quitándole tiempo a otros estudiantes, esperaba hasta el final, hasta el
rebullicio de pupitres moviéndose y el ansia de café, para hacer algún
comentario más, para aclarar una duda, para pedir más referencias. Era un
curioso y apasionado de esta segunda carrera que había decidido estudiar.
Con las
complicaciones del paro, durante esas semanas difíciles de junio y julio, estudiantes
y profesores tuvimos mucha comunicación por correo. Siempre nos sorprendía el
remate de los correos de Guido. Junto a su nombre y sus datos de contacto,
aparecía una frase que a nosotros, que siempre hemos sido “pesimistas con
esperanzas” –como dice J. R. Ribeyro–, nos impactaba enormemente: “Sé la persona
más optimista que conozcas.” Menos mal, pensábamos, que hay gente así, gente
como Guido. Y, lo que son las cosas, Guido, de golpe, no está ya más.
Condenamos
la impunidad, el hacerse la vista gorda de este gobierno ante el severo, el
gravísimo problema de violencia criminal que vive Venezuela. Las estadísticas
son aterradoras: casi 20.000 asesinatos en el 2011, casi 22.000 asesinatos en
el 2012, casi 25.000 asesinatos en el 2013 y, si esta escalada sigue el mismo
curso sangriento, cada uno puede hacer sus propios cálculos para el 2014. Guido
y su madre, en estos horrendos diagramas que configuran nuestro mapa social,
son sólo un horrendo caso más.
Sangre y
nada. Más sangre y más nada. Cuando miles de venezolanos sufren la violencia
del hampa día a día. Cuando todos tenemos más de un amigo, un familiar, un
compañero de trabajo o de estudios al que le han pasado cosas terribles, y
cosas más terribles que las terribles. Nada verdadero se vislumbra por
parte del gobierno, ninguna estrategia real, ningún hecho efectivo, nada que
apoye al ciudadano común, que le asegure protección, una migaja de seguridad y
dignidad. A veces, pantomimas. De cuando en cuando, un poco de bulla, de alharaca,
de apretones de manos y palabreos sobre proyectos que no pasan de proyectos. Sangre
y nada.
Releíamos en
estos días algunos textos de la llamada “poesía social” escrita en nuestro
país. Textos de Antonio Arráiz, Jacinto Fombona Pachano, Miguel Otero Silva,
Pablo Rojas Guardia o Carlos Augusto León. Textos, pues, de la gente de las
generaciones del 18 y del 28. Y de la gente de Sardio, Tabla redonda y El techo
de la ballena. Testimonios críticos, feroces, dolorosos ante la muerte violenta
de un compañero de generación, por ejemplo. Textos de otras “décadas violentas.”
Textos sobre los amigos y familiares asesinados durante el régimen gomecista.
Sobre los amigos y familiares asesinados durante el perezjimenismo. Sobre los
amigos y familiares asesinados en la guerrilla de los años sesenta y setenta. Y
así… Textos que, por la forma en que estaban escritos, por lo que en ellos se
articulaba, parecían tener quien los oyera, parecían tener interlocutores y,
así, sentido. Textos que parecieran tener la certeza de un oído, de que a
alguien incomodarán, de que el reclamo será escuchado y la indignación
mínimamente reparada, que serán tomadas algunas acciones para evitar que se
repita la desgracia. Textos que inquietarán y agitarán al Estado.
Hoy no sólo
el motivo de la queja o el reclamo es larga y hondamente más grave. Hoy también
hemos perdido un oído posible, atención, solidaridad, acciones. Estas líneas
irán –como tantas otras quejas, tantos otros gritos desesperados de tanta otra
gente– a ninguna parte. Y la violencia criminal nos seguirá devorando. Porque
textos de este tipo se han convertido en nada. En la costura de una serie de
lugares comunes. La violencia es nuestro lugar común. Hablar de la violencia es
palabreo, balbuceo en el aire. Palabra que pasa, que vuela y se va. Es el
problema con los lugares comunes: pierden el sentido, no llegan, son nada.
Una tristeza
enorme, este país. Una verdadera tristeza. Aunque nos aseguren que ya algunos
de los asesinos de Guido y su madre han sido detenidos, Guido y su madre igual
ya no están. Y deberían estar. Y no están. Tristeza, vergüenza, impotencia.
Lugares comunes que son verdades.
Guido Méndez
no será olvidado. Su memoria permanecerá con nosotros. Su partida trágica,
absurda, innecesaria, y los hechos sangrientos, una vez más, ante los que el
gobierno venezolano nada hace, quedarán como una marca perpetua de vergüenza
entre nosotros. Y todos, toda la vida que nos queda, tendremos que lidiar con
eso.
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